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viernes, 24 de abril de 2015

La Hija bastarda de dios Monica Martin Manso

La Hija bastarda de dios Monica Martin Manso
formato PDF
Hospeda: mediafire

Empecé a escribir este libro el 9 de noviembre de 2010,
siguiendo el sinuoso camino que me iba marcando uno de los
mayores secretos de tantos como posee el cristianismo. Hace
unos meses salió a la luz una Biblia descubierta en Turquía,
de más de 1500 años de antigüedad. Este supuesto texto
sagrado es motivo de preocupación para el Vaticano, que ha
pedido a las autoridades turcas que permitan a los peritos de
la Iglesia evaluar su contenido, pues ya hay quienes aseguran
que es original, y eso pondría su enorme imperio en un grave
apuro, un jaque mate desestabilizador y terminante. El hilo
argumental de esta novela, ajena a tan revelador hallazgo
cuando dio sus primeros pasos, roza la esencia más pura
dogmatizada en este canon bíblico, descubierto en el año
2000 y mantenido hasta el día de hoy en la más absoluta
clandestinidad en el Museo Etnográfico de la ciudad de
Ankara.
Desde aquí insto a los lectores a hacerse algunas
preguntas: ¿Qué ocurriría si una creencia religiosa con más
de dos mil millones de devotos en el mundo estuviera
cimentada en una mentira? ¿Qué sucedería si se demostrara
que la mayor profecía del mundo no se ha cumplido? ¿Y si la
mentira estuviera más arraigada que Dios mismo?

Sonrrie o muere Barbara Ehrenreich

Sonrrie o muere Barbara Ehrenreich
formato PDF
hospeda Mediafire

Los norteamericanos son gente “positiva”. Esa
es su fama, y esa es también la imagen que tienen
de sí mismos. Sonríen mucho y se quedan
desolados cuando alguien de otra cultura no les
devuelve la sonrisa. Como reza el estereotipo, son
enérgicos, animados, optimistas y superficiales,
mientras que, casi seguro, a ellos un extranjero les
debe parecer sutil, un poco de vuelta de todo y
hasta algo decadente. Los escritores
norteamericanos que han vivido fuera, como Henry
James o James Baldwin, se las han tenido que ver
con el estereotipo; aunque a veces han contribuido
a reforzarlo. Yo misma me topé con él en la
década de 1980, cuando le oí decir a Joseph
Brodsky, el poeta ruso exiliado, que el problema
de los norteamericanos es que “nunca han
conocido el sufrimiento” (debía de ignorar quiénes
inventaron el blues). Tanto para quien lo ve como
algo vergonzoso como para quien lo lleva a gala,
la actitud positiva

Las enseñanzas de don Juan Carlos Castañeda

Las enseñanzas de don Juan Carlos Castañeda
formato: pdf
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DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.
Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted". Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y relajada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.
Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso insinuando que tal vez le conviniera platicar conmigo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.
Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.
Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a hablar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos amigos, y mi investigación científica fue relegada, o al menos reencaminada por cauces que se hallaban mundos aparte de mi intención original.
El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.
Al principio vi a don Juan simplemente, como un hombre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún "saber secreto", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota esencialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.
Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprometerme a fondo, y que el proceso era largo y arduo

Una realidad aparte Carlos Castañeda

Una realidad aparte Carlos Castañeda
formato pdf
hospeda: mega

HACE diez años tuve la fortuna de conocer a don Juan Matus, un indio yaqui del noroeste de México. Entablé amistad con él bajo circunstancias en extremo fortuitas. Estaba yo sentado con Bill, un amigo mío, en la terminal de autobuses de un pueblo fronterizo en Arizona. Guardábamos silencio. Atardecía y el calor del verano era insoportable. De pronto, Bill se inclinó y me tocó el hombro.
-Ahí está el sujeto del que te hablé -dijo en voz baja.
Ladeó casualmente la cabeza señalando hacia la entrada. Un anciano acababa de llegar.
-¿Qué me dijiste de él? -pregunté.
-Es el indio que sabe del peyote, ¿Te acuerdas?
Recordé que una vez Bill y yo habíamos andado en coche todo el día, buscando la casa de un indio mexicano muy "excéntrico" que vivía en la zona. No la encontramos, y yo tuve la sospecha de que los indios a quienes pedimos direcciones nos habían desorientado a propósito. Bill me dijo que el hombre era un "yerbero" y que sabía mucho sobre el cacto alucinógeno peyote. Dijo también que me sería útil conocerlo. Bill era mi guía en el suroeste de los Estados Unidos, donde yo andaba reuniendo información y especímenes de plantas medicinales usadas por los indios de la zona.
Bill se levantó y fue a saludar al hombre. El indio era de estatura mediana. Su cabello blanco y corto le tapaba un poco las orejas, acentuando la redondez del cráneo. Era muy moreno: las hondas arrugas en su rostro le daban apariencia de viejo, pero su cuerpo parecía fuerte y ágil. Lo observé un momento. Se movía con una facilidad que yo habría creído imposible para un anciano.
Bill me hizo seña de acercarme.
-Es un buen tipo -me dijo-. Pero no le entiendo. Su español es raro; ha de estar lleno de coloquialismos rurales.
El anciano miró a Bill y sonrió. Y Bill, que apenas habla unas cuantas palabras de español, armó una frase absurda en ese idioma. Me miró como preguntando si se daba a entender, pero yo ignoraba lo que tenía en mente; sonrió con timidez y se alejó. El anciano me miró y empe-zó a reír. Le expliqué que mi amigo olvidaba a veces que no sabía español.
-Creo que también olvidó presentarnos -añadí, y le dije mi nombre.
-Y yo soy Juan Matus, para servirle -contestó.
Nos dimos la mano y quedamos un rato sin hablar. Rompí el silencio y le hablé de mi empresa. Le dije que buscaba cualquier tipo de información sobre plantas, especialmente sobre el peyote. Hablé compulsivamente durante un buen tiempo, y aunque mi ignorancia del tema era casi total, le di a entender que sabía mucho acerca del peyote. Pensé que si presumía de mi conocimiento el anciano se interesaría en conversar conmigo. Pero no dijo nada. Es-cuchó con paciencia. Luego asintió despacio y me escudriñó. Sus ojos parecían brillar con luz propia. Esquivé su mirada. Me sentí apenado. Tuve en ese momento la certeza de que él sabía que yo estaba diciendo tonterías.
-Vaya usted un día a mi casa -dijo finalmente, apartando los ojos de mí-. A lo mejor allí podemos platicar más a gusto.
No supe qué más decir. Me sentía incómodo. Tras un rato, Bill volvió a entrar en el recinto. Advirtió mi desazón y no pronunció una sola palabra. Estuvimos un rato sentados en profundo silencio. Luego el anciano se levantó. Su autobús había llegado.