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miércoles, 6 de febrero de 2013

El Hombre que quería ser feliz Laurent Gounelle


El Hombre que quería ser feliz Laurent Gounelle
una fabula contemporánea acerca de la búsqueda de la verdadera felicidad
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No quería marcharme de Bali sin ir a verle. No sé por qué, pues yo no estaba enfermo. Es más, siempre he gozado de una excelente salud. Me informé acerca de sus honorarios ya que, a punto de finalizar mis vacaciones, tenía la cartera casi vacía y me daba reparo consultar mi cuenta bancaria desde el extranjero. Quienes le conocían me aconsejaron: «Sólo tienes que darle la voluntad. Se lo puedes dejar en una pequeña hucha que tiene sobre una estantería». Bueno, esto me tranquilizó, aunque me angustiaba un poco la idea de dejar un miserable billetito a alguien que, según contaban, había curado al primer ministro de Japón. Fue difícil encontrar su casa, perdida en un pueblito a varios kilómetros de Ubud, en el centro de la isla. Desconozco el motivo, pero en este país casi no existen los carteles indicadores. Uno puede leer un mapa cuando tiene puntos de referencia, de lo contrario el mapa resulta tan inútil como un teléfono móvil en una zona sin cobertura. Por supuesto, siempre me quedaba recurrir a la salida más fácil: preguntar a alguien. Por muy hombre que sea, esto nunca me ha planteado ningún problema. A veces me parece que la mayoría de los tíos tienen la impresión de perder su virilidad si se ven obligados a rebajarse a ello. Por este motivo, prefieren refugiarse en un silencio que viene a significar: «Yo sé llegar», y fingen orientarse hasta que se encuentran completamente perdidos y su mujer les reprocha: «¡Te lo dije! Tendríamos que haber preguntado». El problema en Bali es que la gente es tan amable que siempre te dicen que sí. En serio. Si le sueltas a una muchacha: «Me parece que eres muy bonita», te contemplará con una bella sonrisa y responderá: «Sí». Cuando preguntas por una dirección, es tal el deseo que tienen de ayudarte que les resulta insoportable admitir que no pueden hacerlo. Entonces, señalan en una dirección, elegida sin duda al azar. Por este motivo, estaba un poco molesto cuando por fin llegué ante la puerta del jardín. No sé por qué, me había imaginado una lujosa mansión, como las que se ven a menudo en Bali, con estanques cubiertos de flores de loto a la acogedora sombra de los frangipanes que exhiben sus enormes flores blancas cuyo perfume es tan embriagador que resulta casi impúdico. En lugar de una mansión, me encontraba ante una sucesión de campanes, una especie de casetas sin paredes intercomunicadas entre sí. Al igual que el jardín, eran de una gran simplicidad, bastante sobrias, pero no por ello daban sensación de pobreza. Una joven vino a recibirme, envuelta en su sarong, el cabello negro recogido en un moño, la tez tostada, una naricita regular y los ojos sin rasgar, un detalle que siempre me ha sorprendido de esta población oculta en el corazón de Asia.

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